martes, 2 de noviembre de 2010

Ser poeta es...





Eduardo Escobar

Pronto, el mundo nos mostró su carácter irredimible y la poesía nos impuso un papel más modesto.



Hace años, en tiempos del primer nadaísmo, un poeta (se llamaba Federico) escribió en un folleto, uno de esos folletos austeros que publicaba por su cuenta para sentirse vivo: "ser poeta es estar armado en la requisa". La definición nos gustó tanto, que Gonzalo Arango la incluyó en la revista del nadaísmo más tarde.

De algún modo, las palabras de Federico Villegas casaban bien con los textos primerizos de la alegre pandilla. Con el Terrible Manifiesto Trece, por ejemplo, que Gonzalo acababa de editar en un papel amarillento de la peor clase. En los comienzos de la cándida revuelta, allí se reivindicaba para el poeta, en un mundo no sé si más inocente o en una vida más fácil de cargar, el derecho al desorden, a la crápula, a la impaciencia y el deber de no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio. Gonzalo se autonombró entonces profeta de una nueva oscuridad.

El Terrible trece manifiesto recordaba que los nadaístas asaltábamos a los transeúntes en las altas noches de la ciudad de la eterna primavera por el gusto de verles el espanto y de avergonzarlos mientras se hacían en los pantalones. Y otro montón de bestialidades inspiradas en Maldoror de Lautremont quizás. Entonces nos preciábamos de locos, geniales y peligrosos. Y gozamos con la apreciación.

Convencidos a pie juntillas con la fe de los desesperados de que la poesía puede mejorar el mundo y de que íbamos en efecto a cambiarlo con la Plegaria nuclear de un cocacolo, el poema emblemático de la fraternidad, escrito por Amílcar Osorio cuando todavía firmaba Amílcar U. O con la Sonata metafísica para que bailen los muertos, los versos de ascendencia romántica que Gonzalo leyó en el todavía Museo de Zea en la primera lectura pública de los nadaístas. Somos una revolución al servicio de la barbarie. Decíamos. 

Pronto el mundo nos mostró su carácter irredimible y la poesía nos impuso un papel más modesto. Ahora, en un mundo enloquecido, bárbaro de veras, sin evangelio, donde todos andan armados, ser poeta es más bien andar limpio en la requisa. Cuando todos se afanan, obnubilados, por la codicia y las ganas de brillar, cuando el éxito de un hombre se mide por el ruido que hace y su prosperidad por la cantidad de cosas que posee y cuando todos tienen algo sucio que esconder entre el último cuchillero de los bajos fondos y los alcaldes mayores y los menores y sus contratistas y el párroco y el cardenal del Banco Vaticano lo mismo que el pequeño usurero de barrio. Cuando perfectamente enloquecidos por los impulsos del viejo animal de presa unos muchachos son capaces de asesinar tres niños como si fueran chuchas, ser poeta es estar limpio en la redada. O aún mejor, volverse invisible. Ahora creo que eso llevó a Gonzalo a renunciar al nadaísmo en un momento crítico de su vida. Y a escribir los textos póstumos de Providencia, minimalistas, despojados de adornos y de falsas retóricas, que sus amigos condenamos como una traición al movimiento.

Quizás debemos volver a los viejos valores que combatimos, incluso irrespetando la poesía y poniendo patasarriba el lenguaje y la lógica. Al sermón de la montaña y no al Zaratustra de Nietszche. A una feliz opacidad cuando todos aspiran a fulgurar, a una cierta mansedumbre cuando todos se pisotean y a una incierta sensatez por descubrir cuando todos quieren dominar pero desconocen el orgullo de servir.

Pero quizás ya es imposible. Y solo queda esperar en el milagro. O en la catástrofe apocalíptica que venga a purificar el planeta de los desmanes del rey de la creación. Eso le decía yo a Gonzalo que pasaría. Aunque él pensaba el terror no podía salvarnos, sino el amor. Porque el amor une, me decía, mientras el terror tan solo amontona.

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