Eduardo Escobar
Pronto, el mundo nos mostró su carácter irredimible y la poesía nos impuso un papel más modesto.
Hace años, en tiempos del primer nadaísmo, un poeta (se llamaba  Federico) escribió en un folleto, uno de esos folletos austeros que  publicaba por su cuenta para sentirse vivo: "ser poeta es estar armado  en la requisa". La definición nos gustó tanto, que Gonzalo Arango la  incluyó en la revista del nadaísmo más tarde.
De algún modo, las palabras de Federico Villegas casaban bien con los  textos primerizos de la alegre pandilla. Con el Terrible Manifiesto  Trece, por ejemplo, que Gonzalo acababa de editar en un papel  amarillento de la peor clase. En los comienzos de la cándida revuelta,  allí se reivindicaba para el poeta, en un mundo no sé si más inocente o  en una vida más fácil de cargar, el derecho al desorden, a la crápula, a  la impaciencia y el deber de no dejar una fe intacta ni un ídolo en su  sitio. Gonzalo se autonombró entonces profeta de una nueva oscuridad.
El Terrible trece manifiesto recordaba que los nadaístas asaltábamos a  los transeúntes en las altas noches de la ciudad de la eterna primavera  por el gusto de verles el espanto y de avergonzarlos mientras se hacían  en los pantalones. Y otro montón de bestialidades inspiradas en  Maldoror de Lautremont quizás. Entonces nos preciábamos de locos,  geniales y peligrosos. Y gozamos con la apreciación.
Convencidos a pie juntillas con la fe de los desesperados de que la  poesía puede mejorar el mundo y de que íbamos en efecto a cambiarlo con  la Plegaria nuclear de un cocacolo, el poema emblemático de la  fraternidad, escrito por Amílcar Osorio cuando todavía firmaba Amílcar  U. O con la Sonata metafísica para que bailen los muertos, los versos de  ascendencia romántica que Gonzalo leyó en el todavía Museo de Zea en la  primera lectura pública de los nadaístas. Somos una revolución al  servicio de la barbarie. Decíamos. 
Pronto el mundo nos mostró su carácter irredimible y la poesía nos  impuso un papel más modesto. Ahora, en un mundo enloquecido, bárbaro de  veras, sin evangelio, donde todos andan armados, ser poeta es más bien  andar limpio en la requisa. Cuando todos se afanan, obnubilados, por la  codicia y las ganas de brillar, cuando el éxito de un hombre se mide por  el ruido que hace y su prosperidad por la cantidad de cosas que posee y  cuando todos tienen algo sucio que esconder entre el último cuchillero  de los bajos fondos y los alcaldes mayores y los menores y sus  contratistas y el párroco y el cardenal del Banco Vaticano lo mismo que  el pequeño usurero de barrio. Cuando perfectamente enloquecidos por los  impulsos del viejo animal de presa unos muchachos son capaces de  asesinar tres niños como si fueran chuchas, ser poeta es estar limpio en  la redada. O aún mejor, volverse invisible. Ahora creo que eso llevó a  Gonzalo a renunciar al nadaísmo en un momento crítico de su vida. Y a  escribir los textos póstumos de Providencia, minimalistas, despojados de  adornos y de falsas retóricas, que sus amigos condenamos como una  traición al movimiento.
Quizás debemos volver a los viejos valores que combatimos, incluso  irrespetando la poesía y poniendo patasarriba el lenguaje y la lógica.  Al sermón de la montaña y no al Zaratustra de Nietszche. A una feliz  opacidad cuando todos aspiran a fulgurar, a una cierta mansedumbre  cuando todos se pisotean y a una incierta sensatez por descubrir cuando  todos quieren dominar pero desconocen el orgullo de servir.
Pero quizás ya es imposible. Y solo queda esperar en el milagro. O en  la catástrofe apocalíptica que venga a purificar el planeta de los  desmanes del rey de la creación. Eso le decía yo a Gonzalo que pasaría.  Aunque él pensaba el terror no podía salvarnos, sino el amor. Porque el  amor une, me decía, mientras el terror tan solo amontona.

 
 
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